Diego Amador actuó el pasado viernes en el Teatro Olimpia de Huesca.
Lo de Diego Amador es una lucha constante. Sus manos se deslizan por el piano como si en vez de teclas hubiera cuerdas. Su toque flamenco se llena de incursiones jazzistas, acentuadas por la increíble interpretación de Israel Varela a la batería. Su voz rasgada, que recuerda a su hermano, se escapa entre el toque del piano cuando menos te lo esperas para sorprender con susurros que pasan a altos de voz en segundos. Tocando con baquetas las cuerdas del piano, sin moverse de la banqueta, controlando también, con una mesa de sonido, la interpretación en cada momento. El resto de la banda sirve de perfecto acompañamiento (guitarra española en segundo plano y contrabajo de murmullo constante) y el cajón, timbales y palmas de su hijo Diego completan una puesta en escena sobria y llena de sentimiento. Los pies de Amador se deslizan como un baile flamenco entre los pedales del instrumento, en ocasiones sus manos dobladas por la velocidad, se asemejan a los mejores interpretes de la guitarra española en plena bulería. El duende contenido deja entrever la timidez de este artista con mayúsculas, una estrella con los pies en la tierra que aún no ha conseguido el reconocimiento que merece. Quizás es que, hasta su último disco, Río de los Canasteros, no habíamos reconocido todo lo que este genial descendiente de familia flamenca nos quería mostrar. Una noche para el recuerdo en el Teatro Olimpia.
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